España y el Mar para Sorolla y Unamuno

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No nos cansaremos en afirmar que la actual exposición en el Museo del Prado, Joaquín Sorolla (1863-1923), significa el  reconocimiento pendiente de la cultura española hacia el genio valenciano. Aunque no cabe duda, de que Sorolla hoy por hoy es el artista de moda, no siempre fue así, pues durante mucho tiempo se le denostó entre los círculos de la intelectualidad.

Los grandes pensadores de ese momento, abanderados por la Generación del 98, con Unamuno a la cabeza, consideraban que todo esfuerzo debía encaminarse a devolverle a nuestro país la brillantez del pasado. Recordemos que en el periodo comprendido entre el siglo XIX y XX España estaba inmersa en una profunda crisis política y social. Acentuada tras la pérdida de las últimas colonias de ultramar. Un 60% de la población era analfabeta. La hambruna dominante alcanzaba tintes de pandemia. El caciquismo era la forma de gobierno imperante. Irrumpían con fuerza los nacionalismos, al no encontrar respuestas favorables a sus males en las medidas adoptadas por la Administración central. El sector agrario, sobre todo en Galicia, Castilla y Andalucía,  requería de una urgente modernización. Sin darse siquiera una homogeneidad territorial

Defendiendo este grupo de eruditos que la única vía para resolver los problemas de España, pasaba por la formación del pueblo y la europeización. El camino de la transformación exigía primeramente un diagnóstico profundo de la enfermedad, para con posterioridad suministrar los remedios más certeros. Sin embargo, bajo ningún concepto resultaba factible eludir la realidad. Y este sería el motivo de las críticas aceradas hacia Sorolla. Atacando su obra con hirientes calificativos, tales como: “rumor de mercaderes de Levante” (Machado), “gitanos o fenicios” (Valle Inclán) ó “lasciva” (Unamuno). En definitiva se le acusaba de reflejar una imagen irreal de nuestra patria, limitándose a ensalzar las bondades de quien le pagaba: figuras  de niños alegres que juegan en el mar, damas que lucen bajo el sol grandes pamelas y elegantes vestidos vaporosos,…

Su no implicación le llevó en muchos casos a la exclusión. Pues sus esfuerzos se centraron exclusivamente en su labor artística y su familia. Sus anhelos los expresaba así: “Yo aspiro a pintar el sol, yo aspiro a con la punta de mi pincel, derramar rayos de luz sobre el lienzo y que queden allí fijos eternamente, pienso dar a mis cuadros la vibración de la luz, la vibración del aire, la vibración del éter.”

En el lado opuesto estaba una de las mentes más privilegiadas, Miguel de Unamuno (1864-1936). Quien tocó con suma maestría distintos campos literarios: poesía, novela, teatro y ensayo. Gracias a sus artículos, llenos de agrios comentarios dirigidos a la clase política, se ganó la reputación de sincero, valiente e indomable, ante la sociedad. Poseedor de una pluma incorruptible e insobornable. Para él el liberalismo, a pesar de sus contradicciones, representaba su filosofía vital, su razón existencial.

Su canto era triste y amargo, cual llanto desgarrado por los sufrimientos ocasionados a su Estado. Describiendo cada uno de sus paisajes y personajes con lágrimas de tinta impresa. Tocado quizás por su idolatrado espíritu de Larra.

Fueron sus palabras en contra de la Dictadura de Primo de Rivera, las que propiciaron su destierro a la Isla de Fuerteventura, Canarias. Y fue allí donde aprendió a amar a la Mar: “Es en Fuerteventura donde he llegado a conocer a la mar, donde he llegado a una comunión mística con ella, donde he absorbido su alma y su doctrina.”

Tal fue la repercusión de Unamuno, que a su muerte dijo Ortega y Gasset, que tras su último suspiro se impuso en España un silencio atroz. Arrebatándonos el cielo para siempre su indomable e irrepetible voz.

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