La amistad entre Sorolla y Pérez de Ayala

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La vigente exposición “Joaquín Sorolla (18631923)” en el Museo del Prado, que se mantendrá abierta hasta el próximo 06 de Septiembre, está siendo todo un éxito en cuanto a asistencia se refiere. Es tal la afluencia de público, que en ciertas horas resulta harto difícil poder acercarse a los lienzos de este excelso pintor valenciano. 102 cuadros que recorren todas sus facetas como artista.

Por fin se le ha rendido un merecidísimo homenaje al autor de los celebérrimos retablos realizados por encargo para la Hispanic Society of America de Nueva York, “Visiones de España”. Obra que ya fue contemplada por más de un millón de personas durante el pasado año y medio en nuestro país, tras pasar por Valencia, Sevilla Málaga, Bilbao y Barcelona. Mostrándose ahora en la capital nacional junto con el resto de pinturas representativas de su trayectoria profesional.

Y como ya dijimos anteriormente este genio de la luz, supo abordar con suma maestría el retrato. Captando la esencia de los intelectuales del momento. Pues no olvidemos que en el primer tercio del siglo XX, concretamente a partir de 1898, irrumpió en España un movimiento que llegaría a definirse como la “Edad de Plata”, la llamada Generación del 98. Grupo que anhelaba la recuperación de su patria. Coincidiendo ese periodo con el ocaso del poder hegemónico territorial iniciado desde el siglo XVII, y que culmina con la pérdida de nuestras colonias.

Sus mágicos pinceles plasmaron la brillantez de dos de nuestros más comprometidos liberales: José Ortega y Gasset y Ramón Pérez de Ayala. Testigo, este último, del ataque de hemiplejía sufrido por Sorolla en 1920. Hecho por el cual quedó incapacitado para volver a pintar y que lo consumiría lentamente hasta su muerte, acaecida el 10 de Agosto de 1923.

Todo ocurrió mientras retrataba a la esposa del que fuera su amigo y Director del Museo del Prado durante la Segunda República. El lugar elegido fue el jardín de su casa, de inspiración andaluza, al que dedicó múltiples instantáneas y que hoy alberga el Museo Sorolla. Más de setenta láminas que representan la madurez y serenidad de sus sentimientos, evolucionando hacia unos colores más fríos que en otros tiempos, donde destacan los depurados verdes y violetas. Dejándonos el escritor testimonio del triste suceso:

«Una fina y templada mañana madrileña del mes de julio, en su jardín, Sorolla pintaba el retrato de mi mujer, observándole yo, a su lado. Éramos los tres solos, bajo una pérgola enramada. Levantóse una vez y se encaminó hacia su estudio. Subiendo los escalones, cayó. Acudimos mi mujer y yo en su ayuda, juzgando que había tropezado. Le pusimos en pie, pero no podía sostenerse. La mitad izquierda del rostro se le contenía en un gesto inmóvil, un gesto aniñado y compungido, que inspiraba dolor, piedad, ternura. Comprendimos la dramática verdad; la cuerda, extremadamente tirante, se había quebrado. (Sorolla sentía el pavor y el presentimiento de la parálisis; años antes había padecido un amago). Aun así y todo, rebelde contra la fatalidad que ya le había asido con su inexorable mano de hierro, Sorolla quiso seguir pintando. En vano procuramos disuadirle. Se obstinó, con irritación de niño mimado a quien, con pasmo suyo, contrarían. La paleta se le caía de la mano izquierda; la diestra, con el pincel más sujeto, apenas le obedecía. Dio cuatro pinceladas, largas y vacilantes, desesperadas; cuatro alaridos mudos, ya desde los umbrales de la otra vida. Inolvidables pinceladas patéticas! «No puedo», murmuró con lágrimas en los ojos. Quedó recogido en sí, como absorto en los residuos de luz de su inteligencia, casi apagada, de pronto, por un soplo absurdo e invisible, y dijo: «Qué haya un imbécil más, ¿qué importa al mundo?»»

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